Erase una vez un país, lejano y cercano, grande y pequeño... quiero decir que era cualquier país con cierto grado de desarrollo (?), en donde todos sus habitantes, desde sus más bisoñas palabras, se educaban en el máximo respeto y la más alta consideración hacia sus semejantes, de tal forma que todas sus acciones/pensamientos/ leyes, se realizaban/imaginaban/decretaban de la forma más impecable. No sólo eso, sino que, en aras de la armonía social, la no discriminación y el perfecto inclusismo, aquéllas se revisaban constantemente.
Por ejemplo: en los tiempos antiguos se celebraba solamente el día del padre y el de la madre, pero esta fórmula pronto fue superada al incluirse también a padrastros y madrastras, y más tarde, para no ofender a quienes no habían podido/querido tener hijos, se reservó otra fecha denominada el “día de la familia adulta”. Esto inevitablemente llevó a tener también la fiesta de los niños y, más tarde, a la fiesta de los adolescentes; y así, con el fin de no excluir a los jóvenes y a los no tan jóvenes, muy acertadamente se constituyeron también las fiestas de los veintiañeros, treintañeros y hasta cuarentañeros... en posteriores revisiones y ante las posibles protestas de otros grupos de edad, se dedicaron festividades a la tercera edad y a los difuntos. Esta última derivó en celebrar igualmente el día de la viudedad y el de las parejas vivas. Aunque, claro, la situación devino inaguantable para los solteros, quienes en justicia obtuvieron poco después su correspondiente día de fiesta. Y en este punto, las mujeres no casadas protestaron por lo peyorativo del término, que en una audaz maniobra relámpago-legislativa mudó a “afectivo-independientes”. Inmediatamente, por igualación de derechos con otros colectivos que se declararon dependientes, alumbraron las festividades de los minusválidos físico-psíquicos, y, en definitiva, la imperiosa necesidad (por un sentimiento de justicia ineludible) de que cada enfermo tuviera reconocido su sufrimiento y la sociedad le concediera un homenaje en forma de día de asueto. Y así, se acordó q cada enfermedad tuviera su fiesta.
Este torbellino de derechos llevó a la trágica situación de agotarse los días del año y no tener suficientes para ubicar todas las fiestas (que por merecimiento se habían reconocido). Se intentó compartir días pero ningún colectivo estaba dispuesto a ello, ya que era discriminar a unos con respecto a otros. Una mente brillante decretó que se alargarían los años para dar cabida a todas las fiestas... pero pronto la fórmula comenzó a dar problemas, ya que empezaban a alargarse las estaciones, las navidades las vacaciones quedaban muy lejos unas de otras y el calendario de la Liga de fútbol se hizo interminable e imposible de cuadrar con la Champions.
Finalmente, se volvió al año natural de 365 días. Los colectivos que se consideraron más perjudicados por esta medida se echaron a la huelga. El resto de los colectivos también hicieron huelga por un sentimiento irrefrenable de solidaridad. La sociedad se detuvo y durante el año siguiente nadie trabajó, pues no era políticamente correcto acabar la huelga antes que el resto de los ciudadanos.
El conflicto social, dentro de la más exquisita cordialidad, seguía latente y pronto hubo voces discordantes (aunque muy educadas) que propusieron independizarse para poder así abandonar la huelga. Alegaban que ellos no eran responsables más que de sus fiestas y no de las del resto de los colectivos. La situación se agravó aún más cuando inventaron su propio idioma - con todo su derecho - y en aras de la libertad de expresión. Al poco tiempo eran víctimas de una sociedad opresora que no les entendía.
Finalmente, para acabar con la hambruna y la miseria derivada de haber agotado todos los subsidios públicos disponibles, en el año 2570 el Comandante General Unico decretó que se abolieran todas las fiestas, y se celebraran sólo los cumpleaños. Se abría por fin un periodo de prosperidad que podría durar mil años.
Tal señalada fecha -podemos decirlo con seguridad y orgullo- marca, para aquella civilización irrepetible, cumbre de la corrección política y social; la de aquel país cercano y lejano, grande y pequeño como cualquiera, su absoluto cénit.